En un cálido amanecer de los años 80, el pequeño pueblo costero de San Miguel de Tajao, en Arico, despertaba con el bullicio habitual del mercado de pescado. Las olas del Atlántico susurraban contra las rocas mientras un grupo de pescadores y vendedoras se reunía en la plaza del pueblo, frente a las casas blancas con balcones de madera que parecían colgadas del tiempo. Entre ellos estaba Doña Carmen, una mujer de mirada firme y manos curtidas por años de trabajo, conocida por su habilidad para negociar y su risa contagiosa. A su lado, su hija Elena, de apenas dieciséis años, aprendía el oficio con la timidez de quien aún no se siente parte del mundo adulto.
Esa mañana, el barco de Don Pepe había llegado cargado de sardinas y chicharros, una captura abundante que prometía un buen día de ventas. Doña Carmen, con su delantal a cuadros y un sombrero de paja que la protegía del sol, pesaba cuidadosamente un pescado en una balanza de madera mientras Elena anotaba los pedidos en un cuaderno gastado. Alrededor, los hombres del pueblo observaban y charlaban, algunos fumando un cigarro, otros ajustándose los sombreros para cubrirse del sol que ya comenzaba a apretar. Entre ellos estaba Miguel, un joven pescador que no podía evitar lanzar miradas furtivas a Elena, aunque ella, concentrada en su tarea, apenas lo notaba.
El ambiente estaba lleno de vida: el olor a sal y pescado fresco se mezclaba con las risas y las voces de los vecinos que se acercaban a comprar. Una anciana, Doña Rosario, se acercó con su cesta de mimbre y le pidió a Carmen un par de kilos de sardinas. “Para la sopa de mi nieto”, dijo con una sonrisa desdentada. Carmen asintió y, mientras envolvía el pescado en papel de periódico, le susurró a Elena: “Mira bien cómo trato a los clientes, hija. Esto no es solo vender, es cuidar de la gente del pueblo”.
Pero no todo era armonía. Ese día, un rumor corría entre los pescadores: un barco forastero había sido visto pescando en sus aguas, algo que ponía en riesgo su sustento. Don Pepe, con el ceño fruncido, hablaba con los demás hombres, planeando cómo enfrentarse al intruso. Elena, al escuchar la conversación, sintió un nudo en el estómago. Sabía lo mucho que su familia dependía del mar, y la idea de que alguien pudiera quitarles lo poco que tenían la llenaba de miedo.
Mientras el sol alcanzaba su punto más alto, el mercado comenzó a dispersarse. Doña Carmen, satisfecha con las ventas, le dio una palmada en el hombro a Elena. “Hoy lo hiciste bien, mi niña. Pronto serás tan buena como yo”. Elena sonrió, pero su mirada se perdió en el horizonte, donde el mar guardaba secretos y promesas. Sabía que su vida, como la de todos en San Miguel de Tajao, estaría siempre atada a esas aguas, con sus días de abundancia y sus tormentas inesperadas.
Historia ficticia.