jueves, 1 de mayo de 2025

"El Peso del Mar: Un Día en San Miguel de Tajao"


En un cálido amanecer de los años 80, el pequeño pueblo costero de San Miguel de Tajao, en Arico, despertaba con el bullicio habitual del mercado de pescado. Las olas del Atlántico susurraban contra las rocas mientras un grupo de pescadores y vendedoras se reunía en la plaza del pueblo, frente a las casas blancas con balcones de madera que parecían colgadas del tiempo. Entre ellos estaba Doña Carmen, una mujer de mirada firme y manos curtidas por años de trabajo, conocida por su habilidad para negociar y su risa contagiosa. A su lado, su hija Elena, de apenas dieciséis años, aprendía el oficio con la timidez de quien aún no se siente parte del mundo adulto.
Esa mañana, el barco de Don Pepe había llegado cargado de sardinas y chicharros, una captura abundante que prometía un buen día de ventas. Doña Carmen, con su delantal a cuadros y un sombrero de paja que la protegía del sol, pesaba cuidadosamente un pescado en una balanza de madera mientras Elena anotaba los pedidos en un cuaderno gastado. Alrededor, los hombres del pueblo observaban y charlaban, algunos fumando un cigarro, otros ajustándose los sombreros para cubrirse del sol que ya comenzaba a apretar. Entre ellos estaba Miguel, un joven pescador que no podía evitar lanzar miradas furtivas a Elena, aunque ella, concentrada en su tarea, apenas lo notaba.
El ambiente estaba lleno de vida: el olor a sal y pescado fresco se mezclaba con las risas y las voces de los vecinos que se acercaban a comprar. Una anciana, Doña Rosario, se acercó con su cesta de mimbre y le pidió a Carmen un par de kilos de sardinas. “Para la sopa de mi nieto”, dijo con una sonrisa desdentada. Carmen asintió y, mientras envolvía el pescado en papel de periódico, le susurró a Elena: “Mira bien cómo trato a los clientes, hija. Esto no es solo vender, es cuidar de la gente del pueblo”.
Pero no todo era armonía. Ese día, un rumor corría entre los pescadores: un barco forastero había sido visto pescando en sus aguas, algo que ponía en riesgo su sustento. Don Pepe, con el ceño fruncido, hablaba con los demás hombres, planeando cómo enfrentarse al intruso. Elena, al escuchar la conversación, sintió un nudo en el estómago. Sabía lo mucho que su familia dependía del mar, y la idea de que alguien pudiera quitarles lo poco que tenían la llenaba de miedo.
Mientras el sol alcanzaba su punto más alto, el mercado comenzó a dispersarse. Doña Carmen, satisfecha con las ventas, le dio una palmada en el hombro a Elena. “Hoy lo hiciste bien, mi niña. Pronto serás tan buena como yo”. Elena sonrió, pero su mirada se perdió en el horizonte, donde el mar guardaba secretos y promesas. Sabía que su vida, como la de todos en San Miguel de Tajao, estaría siempre atada a esas aguas, con sus días de abundancia y sus tormentas inesperadas.

Historia ficticia. 

martes, 18 de marzo de 2025

"Ecos de San Isidro: La Vida en los Años 20"


En los tranquilos años 20 del siglo pasado, en el caserío de San Isidro, en Granadilla de Abona, la vida transcurría al ritmo de la tierra y los animales. La imagen que hoy evocamos muestra un día cualquiera en aquella época, donde el polvo del camino se mezclaba con el sonido de los hierros de las cabras que pastaban libremente.
Don Miguel, un cabreo de rostro curtido por el sol, caminaba con paso firme junto a su hijo pequeño, Pedro, de apenas ocho años. Ambos guiaban una pequeña manada de cabras hacia los pastos cercanos, donde la hierba escasa pero suficiente prometía un buen día. La casita de piedra con su tejado de tejas, humilde pero sólida, era el hogar de la familia de Don Miguel, un refugio contra los vientos que a veces barrían las llanuras.
Esa mañana, el aire era fresco, y las montañas al fondo parecían difuminarse bajo una ligera neblina. A lo largo del camino, una señal improvisada marcaba el sendero hacia el pueblo, un recordatorio silencioso de la vida sencilla pero laboriosa de la comunidad. Pedro, con su curiosidad infantil, jugaba a imitar a su padre, agitando un palo como si fuera un bastón de mando, mientras las cabras, algunas con baifos, seguían el ritmo sin prisa.
De pronto, un sonido lejano rompió la calma: el traqueteo de un carro que se aproximaba. Era Doña Carmen, la vecina, que regresaba del mercado con una cesta llena de productos. Se detuvo a saludar, intercambiando unas palabras sobre el tiempo y las cosechas, mientras las cabras se dispersaban un poco, olisqueando el suelo. La escena era un retrato vivo de la armonía entre los habitantes y su entorno, un momento congelado en el tiempo que reflejaba la esencia de San Isidro en aquellos años dorados de trabajo y comunidad.

HISTORIA FICTICIA 

lunes, 17 de marzo de 2025

Arando bajo el sol: Un día en las huertas de jable de Arico el Nuevo, 1962



Es una mañana de primavera de 1962 en Arico el Nuevo, un pequeño pueblo del sureste de Tenerife. El cielo está despejado, con algunas nubes que se deslizan perezosamente sobre el horizonte, y el sol comienza a calentar los terrenos de jable que se extienden frente al pueblo. Las huertas de jable, con su suelo arenoso mezclado con tierra volcánica, son ideales para cultivar papas, tomates y cebollas, productos que han sido el sustento de las familias de Arico durante generaciones. En una de estas huertas, Miguel, un agricultor de 45 años, trabaja con su camello, un animal fuerte y resistente que ha sido su compañero inseparable durante más de una década.
Miguel, vestido con una camisa blanca de manga larga y pantalones de trabajo, sujeta con firmeza el arado mientras guía al camello por el terreno. El animal, un dromedario de pelaje oscuro, camina con paso lento pero constante, tirando del arado que remueve la tierra y prepara el suelo para la siembra. Los camellos, introducidos en Canarias en el siglo XIX desde el continente africano, se convirtieron en una herramienta esencial para los agricultores de la región, especialmente en zonas áridas como Arico, donde su resistencia al calor y su capacidad para trabajar en terrenos difíciles los hacían más prácticos que los bueyes o los burros.
El camello de Miguel, al que llama "Moro" por su origen africano, lleva un yugo de madera adaptado para el arado. Moro es un animal tranquilo, pero Miguel sabe cómo tratarlo: le habla con voz suave y, de vez en cuando, le da un trozo de caña de azúcar como premio. La relación entre ambos es de confianza mutua, forjada a lo largo de años de trabajo en las huertas. Mientras aran, Miguel piensa en la cosecha de papas que espera plantar esta temporada. Las papas de Arico son conocidas por su sabor, y Miguel sueña con vender una buena parte en el mercado de Santa Cruz para poder ahorrar algo de dinero y, tal vez, comprar una pequeña moto que le facilite los viajes al pueblo.
Al fondo, las casas blancas de Arico el Nuevo se alzan entre las colinas, con sus tejados de teja y sus paredes encaladas. El pueblo es pequeño, con apenas unas pocas calles y una plaza donde los vecinos se reúnen los domingos después de la misa. En los años 60, Arico el Nuevo sigue siendo un lugar profundamente rural, aunque los signos de la modernización ya están llegando. Algunos agricultores han comenzado a usar tractores, y las carreteras de la zona están siendo mejoradas, conectando mejor el pueblo con el resto de la isla. Sin embargo, para muchos como Miguel, los camellos siguen siendo la opción más práctica y económica. Comprar y mantener un tractor está fuera de su alcance, y los camellos, que pueden alimentarse de la vegetación seca de la zona, son una solución tradicional que aún funciona.
Mientras Miguel trabaja, su hijo Juan, de 14 años, lo observa desde el borde de la huerta. Juan ha terminado sus tareas en la escuela y ha venido a ayudar a su padre, como hace casi todos los días. Aunque a Juan le gusta trabajar en el campo, también sueña con un futuro diferente. En la escuela, el maestro les ha hablado de las oportunidades que hay en Santa Cruz, donde están abriendo fábricas y negocios, y de los miles de canarios que están emigrando a Venezuela en busca de una vida mejor. Miguel, que nota la mirada pensativa de su hijo, le dice: "El campo es duro, pero siempre nos ha dado de comer. Si te quedas aquí, estas tierras serán tuyas". Juan asiente, pero en su mente se imagina conduciendo un camión o trabajando en un taller, lejos de las huertas de jable.
A mediodía, Miguel y Juan hacen una pausa. Se sientan a la sombra de un pequeño muro de piedra y comen un almuerzo sencillo: papas cocidas con mojo, un trozo de queso de cabra y un poco de gofio amasado con agua. Moro, mientras tanto, descansa cerca, masticando algunas hierbas secas que ha encontrado. Desde la huerta, pueden ver el mar a lo lejos, una línea azul que brilla bajo el sol. Miguel le cuenta a Juan historias de su abuelo, que también usaba camellos para trabajar la tierra, y de cómo los animales eran traídos desde Lanzarote y Fuerteventura, donde había más tradición de criarlos.
Por la tarde, mientras el sol comienza a bajar, Miguel y Moro terminan de arar la huerta. El terreno está listo para la siembra, y Miguel está satisfecho con el trabajo del día. Antes de regresar a casa, lleva a Moro a un pequeño corral detrás de su casa, donde el camello podrá descansar. En el pueblo, los vecinos ya están preparando la cena, y el olor a potaje de berros flota en el aire. Miguel y Juan se unen a la familia: su esposa, María, y sus otros dos hijos pequeños, que han pasado el día ayudando a María con las tareas de la casa y el huerto familiar.
La vida en Arico el Nuevo en los años 60 es sencilla pero llena de esfuerzo. Las huertas de jable, trabajadas con camellos como el de Miguel, son el corazón de la economía local, pero el mundo está cambiando. En los años siguientes, los tractores reemplazarán a los camellos, y muchos jóvenes como Juan emigrarán a América o a las ciudades de Tenerife en busca de nuevas oportunidades. Por ahora, sin embargo, la imagen de Miguel y Moro arando bajo el sol captura un momento de tradición y resistencia, un testimonio de la vida rural en Canarias antes de que la modernización transformara el paisaje para siempre.

HISTORIA FICTICIA 

domingo, 16 de marzo de 2025

El Essex de Granadilla: De D. Adolfo a Abelardo, un viaje de progreso (1935)


Es un cálido día de junio de 1935 en Granadilla de Abona, Tenerife. La plaza del pueblo está llena de vida: los preparativos para la fiesta de San Antonio de Padua están en marcha, y un grupo de personas se ha reunido alrededor de un automóvil que destaca entre las casas blancas y los caminos de tierra. Es un Essex de 1929, con la matrícula TF-3083, el primer taxi de Granadilla, ahora propiedad de Abelardo Márquez. El coche, lleno de pasajeros que ríen y saludan con entusiasmo, es más que un medio de transporte: es un símbolo de cambio en un pueblo donde los desplazamientos solían hacerse a pie o en carro.
El Essex tiene una historia propia. Fue matriculado el 24 de abril de 1929 por su primer propietario, D. Adolfo Gómez Gómez, un comerciante de San Isidro, un pueblo cercano a Granadilla. Adolfo, un hombre de negocios que se dedicaba a la exportación de tomates y plátanos a Europa, compró el coche como un lujo y una herramienta para sus viajes entre los puertos de Los Cristianos y Santa Cruz, donde negociaba con los exportadores. En aquella época, un automóvil era una rareza en Tenerife, y el Essex, con su diseño robusto y sus faros redondos, se convirtió en la envidia de muchos. Adolfo, conocido por su carácter serio pero justo, usaba el coche para transportar mercancías y, de vez en cuando, para llevar a su familia a las fiestas de los pueblos vecinos.
Sin embargo, la Gran Depresión, que comenzó en 1929, afectó gravemente el comercio agrícola en Canarias. Los precios de los tomates y los plátanos cayeron, y Adolfo, como muchos otros, empezó a tener problemas económicos. En 1932, decidió vender el Essex para cubrir deudas y mantener su negocio a flote. Fue entonces cuando Abelardo Márquez, un joven emprendedor de Granadilla de Abona, vio la oportunidad de su vida. Abelardo, de 35 años en ese momento, había ahorrado dinero trabajando como agricultor y ayudando en el transporte de mercancías con carros de bueyes. Siempre había soñado con tener un automóvil, no solo como un lujo, sino como una forma de ganarse la vida y ayudar a su comunidad.
Abelardo compró el Essex a Adolfo por una suma que, aunque modesta para los estándares de hoy, fue un gran sacrificio para él. Con el coche en sus manos, Abelardo tuvo una idea que cambiaría la vida en Granadilla: convertir el Essex en el primer taxi del pueblo. En una época en la que ir a Santa Cruz podía tomar un día entero a pie o en carro, un taxi era una novedad revolucionaria. Abelardo comenzó a ofrecer viajes a los pueblos cercanos, al hospital de Santa Cruz o incluso al puerto de Los Cristianos, cobrando una tarifa que, aunque alta para muchos, era accesible para quienes necesitaban moverse con urgencia. Pronto, el Essex se convirtió en un símbolo de progreso, y Abelardo, en una figura querida en Granadilla.
En la fotografía de 1935, vemos al Essex lleno de pasajeros, algunos de pie y otros sentados, celebrando el día de la fiesta de San Antonio de Padua. Abelardo, al volante, lleva un sombrero de fieltro y una expresión de satisfacción. Entre los pasajeros está su hermana Carmen, que agita la mano con alegría, y varias amigas del pueblo, como Dolores, una costurera que nunca había subido a un coche hasta ese día. También hay dos jóvenes agricultores, que se han unido al paseo para disfrutar de la novedad. Para muchos de ellos, montar en el Essex es una experiencia única, un pequeño lujo en una vida marcada por el trabajo duro y la simplicidad.
Abelardo ha decidido llevar al grupo a dar un paseo hasta El Médano, a pocos kilómetros de Granadilla, para que puedan ver el mar y sentir el viento mientras el coche traquetea por los caminos de tierra. El Essex, aunque ya tiene seis años y muestra algunos signos de desgaste, sigue siendo confiable. Abelardo lo cuida como si fuera un tesoro: limpia los faros, revisa el motor con frecuencia y se asegura de que el claxon, que usa para saludar a los vecinos, siempre funcione. Mientras conduce, los pasajeros cantan coplas y charlan animadamente. Carmen le pregunta a Abelardo si algún día podrá comprar un coche más grande. Él se ríe y responde: "Si el negocio sigue bien, quién sabe. Pero este Essex ya nos ha dado mucho".
El trayecto no está exento de desafíos. Las carreteras de Tenerife en los años 30 son poco más que caminos polvorientos, llenos de baches y piedras. El Essex avanza lentamente, y en más de una ocasión, Abelardo tiene que detenerse para apartar una piedra del camino o para dejar pasar un rebaño de cabras. Pero para los pasajeros, cada momento es una aventura. En El Médano, se bajan a estirar las piernas y a contemplar el mar, mientras Abelardo aprovecha para descansar y fumar un cigarrillo. Los niños del grupo corren hacia la playa, y las mujeres charlan sobre la fiesta que les espera al regresar.
De vuelta en Granadilla, la plaza ya está llena de gente. Hay música, bailes y mesas con comida tradicional: papas con mojo, gofio amasado y pescado fresco. Abelardo aparca el Essex a un lado, y los niños del pueblo se acercan a verlo, fascinados por su diseño y su claxon. Para ellos, Abelardo es una especie de héroe local, alguien que ha traído un pedazo de modernidad a su mundo. Mientras la fiesta continúa, Abelardo se sienta con sus amigos a compartir un vaso de vino, agradecido por el camino que el Essex, que una vez perteneció a D. Adolfo Gómez Gómez, le ha permitido recorrer.

HISTORIA FICTICIA 

El regreso de la marea: Una mañana en Playa de San Juan, 1953




Es una mañana fresca de primavera en la Playa de San Juan, Guía de Isora, en 1953. El sol comienza a calentar la arena negra de la playa mientras las olas rompen suavemente contra la orilla. Frente a la Casa de los Dorta, un edificio de dos plantas con paredes encaladas y un pequeño porche, la actividad no se detiene. La casa, propiedad de la familia Dorta desde hace generaciones, es más que una vivienda: es un punto de encuentro para los pescadores del pueblo. Don Manuel Dorta, el patriarca de la familia, es conocido por su generosidad. Aunque ya no sale a faenar por su edad, presta sus barcas y su almacén a los pescadores más jóvenes, y su patio siempre está abierto para quienes necesitan un lugar donde reparar redes o tomar un café antes de partir al mar.
En la playa, tres barcas de madera descansan sobre la arena. Una de ellas, la más cercana, está cubierta con una lona para protegerla del sol y la sal. Las otras dos están rodeadas de un pequeño grupo de hombres que trabajan con calma pero con la eficiencia que da la experiencia. Entre ellos está José, un pescador de 35 años que ha pasado la noche en alta mar junto a sus compañeros, Domingo y Luis. Han regresado con una buena captura de vieja y chernes, peces que abundan en estas aguas y que serán bien recibidos en el mercado de Guía de Isora. José, con las manos curtidas por el sol y el agua salada, revisa las redes mientras Domingo y Luis descargan las cestas con el pescado. Los tres hombres intercambian pocas palabras, pero se entienden con gestos y miradas; la pesca es su vida, y cada día trae sus propios retos.
A pocos metros, un camión viejo pero robusto espera para llevar la captura al mercado. El vehículo pertenece a Carmelo, un transportista del pueblo que hace el trayecto hasta el mercado de Guía de Isora varias veces por semana. Carmelo, que también es primo lejano de José, fuma un cigarrillo mientras observa el trabajo de los pescadores. "Si siguen trayendo pescado como este, pronto podremos comprar gasolina para ir más lejos", dice con una sonrisa. José asiente, pero su mente está en otra parte. Sabe que los tiempos están cambiando: la pesca artesanal, que ha sido el sustento de su familia durante generaciones, empieza a competir con barcos más grandes que vienen de otras partes de la isla. Además, los rumores de emigrar a Venezuela, donde dicen que hay trabajo en las plantaciones y en las ciudades, están cada vez más presentes en las conversaciones del pueblo.
Mientras los hombres trabajan, una figura más pequeña se mueve entre las barcas. Es Juanito, el hijo de José, de 12 años. Aunque debería estar en la escuela, hoy ha convencido a su padre para que lo deje ayudar. Juanito sueña con ser pescador como su padre, pero José no está tan seguro de querer ese futuro para su hijo. "El mar da, pero también quita", le dice a menudo, recordando las tormentas que se han llevado a más de un amigo. Por ahora, Juanito se conforma con cargar una pequeña cesta de pescado hasta el camión, sintiéndose útil y orgulloso.
Desde el porche de la Casa de los Dorta, doña Carmen, la esposa de don Manuel, observa la escena con una mezcla de nostalgia y preocupación. Sabe lo duro que es el trabajo de los pescadores, pero también lo necesario que es para la supervivencia del pueblo. En su cocina, ya tiene el fuego encendido para preparar un potaje de pescado que compartirá con los hombres cuando terminen. La Casa de los Dorta siempre ha sido un refugio para la comunidad, y Carmen se asegura de que ese espíritu no se pierda.
Al fondo, las colinas de Guía de Isora se alzan hacia el cielo, testigos silenciosos de la vida que se desarrolla en la playa. Para los habitantes de Playa de San Juan, la pesca no es solo un oficio: es una forma de vida, una conexión con el mar que los ha sostenido durante siglos. Pero en 1953, el mundo está cambiando, y nadie sabe cuánto durará esta tranquilidad. Por ahora, el sonido de las olas, las risas de Juanito y el murmullo de los pescadores llenan la mañana, mientras la Casa de los Dorta sigue siendo el corazón de esta pequeña comunidad costera.
HISTORIA FICTICIA