Es una mañana de primavera de 1962 en Arico el Nuevo, un pequeño pueblo del sureste de Tenerife. El cielo está despejado, con algunas nubes que se deslizan perezosamente sobre el horizonte, y el sol comienza a calentar los terrenos de jable que se extienden frente al pueblo. Las huertas de jable, con su suelo arenoso mezclado con tierra volcánica, son ideales para cultivar papas, tomates y cebollas, productos que han sido el sustento de las familias de Arico durante generaciones. En una de estas huertas, Miguel, un agricultor de 45 años, trabaja con su camello, un animal fuerte y resistente que ha sido su compañero inseparable durante más de una década.
Miguel, vestido con una camisa blanca de manga larga y pantalones de trabajo, sujeta con firmeza el arado mientras guía al camello por el terreno. El animal, un dromedario de pelaje oscuro, camina con paso lento pero constante, tirando del arado que remueve la tierra y prepara el suelo para la siembra. Los camellos, introducidos en Canarias en el siglo XIX desde el continente africano, se convirtieron en una herramienta esencial para los agricultores de la región, especialmente en zonas áridas como Arico, donde su resistencia al calor y su capacidad para trabajar en terrenos difíciles los hacían más prácticos que los bueyes o los burros.
El camello de Miguel, al que llama "Moro" por su origen africano, lleva un yugo de madera adaptado para el arado. Moro es un animal tranquilo, pero Miguel sabe cómo tratarlo: le habla con voz suave y, de vez en cuando, le da un trozo de caña de azúcar como premio. La relación entre ambos es de confianza mutua, forjada a lo largo de años de trabajo en las huertas. Mientras aran, Miguel piensa en la cosecha de papas que espera plantar esta temporada. Las papas de Arico son conocidas por su sabor, y Miguel sueña con vender una buena parte en el mercado de Santa Cruz para poder ahorrar algo de dinero y, tal vez, comprar una pequeña moto que le facilite los viajes al pueblo.
Al fondo, las casas blancas de Arico el Nuevo se alzan entre las colinas, con sus tejados de teja y sus paredes encaladas. El pueblo es pequeño, con apenas unas pocas calles y una plaza donde los vecinos se reúnen los domingos después de la misa. En los años 60, Arico el Nuevo sigue siendo un lugar profundamente rural, aunque los signos de la modernización ya están llegando. Algunos agricultores han comenzado a usar tractores, y las carreteras de la zona están siendo mejoradas, conectando mejor el pueblo con el resto de la isla. Sin embargo, para muchos como Miguel, los camellos siguen siendo la opción más práctica y económica. Comprar y mantener un tractor está fuera de su alcance, y los camellos, que pueden alimentarse de la vegetación seca de la zona, son una solución tradicional que aún funciona.
Mientras Miguel trabaja, su hijo Juan, de 14 años, lo observa desde el borde de la huerta. Juan ha terminado sus tareas en la escuela y ha venido a ayudar a su padre, como hace casi todos los días. Aunque a Juan le gusta trabajar en el campo, también sueña con un futuro diferente. En la escuela, el maestro les ha hablado de las oportunidades que hay en Santa Cruz, donde están abriendo fábricas y negocios, y de los miles de canarios que están emigrando a Venezuela en busca de una vida mejor. Miguel, que nota la mirada pensativa de su hijo, le dice: "El campo es duro, pero siempre nos ha dado de comer. Si te quedas aquí, estas tierras serán tuyas". Juan asiente, pero en su mente se imagina conduciendo un camión o trabajando en un taller, lejos de las huertas de jable.
A mediodía, Miguel y Juan hacen una pausa. Se sientan a la sombra de un pequeño muro de piedra y comen un almuerzo sencillo: papas cocidas con mojo, un trozo de queso de cabra y un poco de gofio amasado con agua. Moro, mientras tanto, descansa cerca, masticando algunas hierbas secas que ha encontrado. Desde la huerta, pueden ver el mar a lo lejos, una línea azul que brilla bajo el sol. Miguel le cuenta a Juan historias de su abuelo, que también usaba camellos para trabajar la tierra, y de cómo los animales eran traídos desde Lanzarote y Fuerteventura, donde había más tradición de criarlos.
Por la tarde, mientras el sol comienza a bajar, Miguel y Moro terminan de arar la huerta. El terreno está listo para la siembra, y Miguel está satisfecho con el trabajo del día. Antes de regresar a casa, lleva a Moro a un pequeño corral detrás de su casa, donde el camello podrá descansar. En el pueblo, los vecinos ya están preparando la cena, y el olor a potaje de berros flota en el aire. Miguel y Juan se unen a la familia: su esposa, María, y sus otros dos hijos pequeños, que han pasado el día ayudando a María con las tareas de la casa y el huerto familiar.
La vida en Arico el Nuevo en los años 60 es sencilla pero llena de esfuerzo. Las huertas de jable, trabajadas con camellos como el de Miguel, son el corazón de la economía local, pero el mundo está cambiando. En los años siguientes, los tractores reemplazarán a los camellos, y muchos jóvenes como Juan emigrarán a América o a las ciudades de Tenerife en busca de nuevas oportunidades. Por ahora, sin embargo, la imagen de Miguel y Moro arando bajo el sol captura un momento de tradición y resistencia, un testimonio de la vida rural en Canarias antes de que la modernización transformara el paisaje para siempre.
HISTORIA FICTICIA